Con-ciencia y sin corbata
La fuerza que no fuerza
Emiliano Calvert
En el mundo ejecutivo nos venden la “voluntad fuerte” como si fuera proteína en polvo: indispensable, poderosa, casi milagrosa.
“Disciplínate.” “Levántate a las 5.” “Hazlo, aunque duela.”
El típico discurso de que todo se logra a punta de no dormir, baños de agua fría y entrenar de manera sobrehumana.
Y sí… funciona. Hasta que deja de funcionar.
Hace poco, en una clase de factor humano, escuché algo que me dejó pensando más que cualquier podcast de gurú motivacional: la diferencia entre voluntad fuerte y buena voluntad.
La primera es la que te obliga: fuerza, controla, resiste.
La segunda es la que te mueve: conecta, colabora, aporta.
La voluntad fuerte es ese amigo que te grita:
“¡Dale, cabrón, tú puedes!”
La buena voluntad es el que te dice:
“Hey, ¿qué necesitas para hacerlo mejor?”
Uno empuja.
El otro acompaña.
Y, por increíble que suene, a veces acompañar genera resultados muy distintos a empujar.
La trampa de querer hacerlo todo con pura fuerza
Hay días donde tu voluntad fuerte es una máquina: dices que no al pastel, al TikTok de tres horas, al “mañana empiezo”.
Pero esa fuerza tiene un límite. No lo digo yo, lo dice la psicología: la fuerza de voluntad se agota.
Es como un músculo: si lo usas sin descanso, truena.
Por eso hay ejecutivos que “se disciplinan” tanto… que acaban odiando la disciplina.
Corren a las 5 am, pero renuncian mentalmente a las 3 pm.
Toman cursos de “alto rendimiento”, pero no rinden emocionalmente ni con sus equipos.
Quieren todo desde la voluntad fuerte… sin darse cuenta de que la voluntad fuerte, sola, no alcanza.
La BUENA voluntad: el músculo que nadie presume, pero sostiene a todos
La buena voluntad no sale en los libros de liderazgo agresivo, pero es la que realmente cambia la cultura.
Es la disposición a hacer las cosas no solo por ti, sino por lo que construyes con otros.
- Es ayudar sin esperar aplausos.
- Es escuchar en vez de imponer.
- Es preguntar “¿cómo te ayudo?” en vez de “¿por qué no cumpliste?”.
- Es conectar en vez de controlar.
La buena voluntad no se desgasta porque no vive en el ego… vive en el propósito.
Y sí: en los equipos de alto rendimiento —los de verdad, no los que solo tienen pizarrones y KPI’s con stickers motivacionales— la buena voluntad vale más que cien voluntades fuertes.
Un grupo con buena voluntad avanza incluso cuando la gasolina se acaba.
Uno con pura fuerza termina peleado, cansado o roto.
La ironía más grande
Nos obsesionamos con la fuerza.
Con el “yo puedo”, “yo aguanto”, “yo logro”.
Pero la vida, la experiencia y el simple acto de observar me han enseñado algo más realista: no se trata de elegir entre fuerza o buena voluntad; se trata de saber cuándo usar cada una.
Hay días en los que necesitas la voluntad fuerte: apretar dientes, entrarle con todo, sostener decisiones incómodas.
Y hay otros en los que la buena voluntad es la única que abre puertas, repara relaciones o permite avanzar sin romper a nadie en el camino.
La primera te empuja.
La segunda te conecta.
Y ambas (bien usadas) construyen algo que la mayoría olvida: criterio.
En un mundo que pide inmediatez, disciplina perfecta y gratificación constante, quizá la verdadera habilidad no es ser más fuerte o más noble… sino más consciente.
Elegir, con inteligencia, qué tipo de voluntad necesita cada momento.
En fin.
La fuerza sirve para avanzar.
La buena voluntad, para avanzar mejor.
Pero la sabiduría está en no casarse con ninguna.
Porque al final del día, lo que realmente te lleva lejos no es la voluntad que usas…
sino la claridad con la que decides usarla.
