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4 de diciembre de 2025
Opinión

Con-ciencia y sin corbata

Con-ciencia y sin corbata
  • diciembre 4, 2025

El talento no te vacuna contra los trancazos corporativos
Por Emiliano Calvert

 

Hay ascensos que saben a victoria… y otros que saben a: “¿qué hice para que mi jefe me odie tanto?”

Todos hemos estado ahí. Ese momento donde te suben de puesto, te felicitan, te dicen que “confían en ti”… y a la semana ya estás googleando “cómo sobrevivir a un jefe que quiere mi cabeza”.

No es drama. Es la vida adulta.

El problema empieza cuando crees que tu talento te va a salvar. Que por ser brillante, simpático o cerrar ventas como si fueran stickers del Mundial, ya estás blindado. Que tu trabajo habla por ti. Spoiler: tu trabajo habla… pero la política de oficina grita.

Y ahí es donde varios nos resbalamos.

La trampa del ascenso inmediato

Hay gente que sube tan rápido que ni tiempo le da de ver el paisaje. Un día eres la promesa del área; al siguiente ya estás sentado en la oficina del piso 10, con vista a un estacionamiento que siempre estuvo ahí pero tú nunca te habías dado cuenta.

Y en esa emoción cometes el error más clásico del profesional joven:

Creer que el ascenso es un diploma, no una prueba.

Porque cuando te suben, no solo ganas un puesto:

Ganas enemigos silenciosos.

Ganas expectativas que no pediste.

Ganas la mirada incómoda del jefe que quería elegir a alguien más.

Y tú, inocente, pensando que todo está bien porque “estás chambeando duro”.

La honestidad.

Todos tenemos ese impulso suicida en juntas: decir la verdad.

No, hombre. Decir la verdad en público.

Ahí estás tú, explicando que la meta del próximo año no se va a lograr ni con milagro, terapia y dos litros de café. Y aunque tengas razón… la razón no siempre paga nómina.

En las empresas funciona así:

La realidad se discute en privado.

Lo “posible” se aplaude en público.

Y el que rompe el guion… paga la cuenta.

La gente que confunde franqueza con valentía termina aprendiendo que la sinceridad, sin timing, es básicamente pegarte un tiro en el pie.

Trabajar bien no basta: también hay que narrarlo

Hay profesionales que hacen el trabajo y profesionales que documentan que hicieron el trabajo.

Adivina quién gana.

Porque la empresa no evalúa tu cerebro: evalúa tus correos, tus presentaciones, tus actualizaciones, tus “dejé esto listo para tu revisión” y tu habilidad de sonar ocupado incluso cuando estás respirando.

Los que viven en “yo lo traigo en la cabeza” terminan viviendo, eventualmente, “yo lo traigo en mi caja de cartón a la salida”.

La organización no premia al más inteligente. Premia al que sabe dejar huella visible.

Actitud mata talento (para bien o para mal)

La actitud lo es todo.

Pero no “actitud de ganas”, no.

La actitud correcta.

La que dice “estoy alineado”, “cuentas conmigo”, “vamos con todo”, incluso cuando por dentro piensas “este plan no lo salva ni la NASA”.

Si tu jefe percibe que dudas, que te le pones al brinco, que cuestionas su visión enfrente de otros… ya te vio como amenaza. Y cuando un jefe se siente amenazado, no te corrige: te elimina.

Así, con frío corporativo.

La parte que duele aceptar

En la vida real no basta con saber.

No basta con tener razón.

No basta con entregar.

Para crecer necesitas otra habilidad, esa que nunca enseñan en la universidad:

Leer personas.

Saber cuándo callarte.

Saber cuándo ceder.

Saber cuándo pelear… y cuándo no.

Construir alianzas.

Sumar voluntades.

Jugar el juego… sin perderte en él.

Porque sí, la meritocracia existe.

Pero solo funciona cuando la política te deja entrar a la cancha.

En fin…

Todos tenemos un conocido que subió rápido y cayó más rápido.

Todos hemos sido ese conocido en alguna etapa de la vida.

Y todos, absolutamente todos, terminamos aprendiendo lo mismo:

El talento te abre la puerta.

La política decide si te quedas.

Y tu actitud define si algún día te sientan en la mesa donde se toman las decisiones.

Así que trabaja bien, sí.

Sé brillante, claro.

Pero no te olvides de jugar el juego.

Porque en esta vida profesional gana quien sabe navegar… no quien nada más sabe nadar.