Banner

El medio que cubre todo Coahuila

27 de octubre de 2025
Opinión

Con-ciencia y sin corbata

Con-ciencia y sin corbata
  • octubre 27, 2025

Emiliano Calvert

Club Penguin

Hubo una época antes de los filtros de Instagram y los reels motivacionales en la que la red era un lugar inocente. Donde las guerras no eran de likes, sino de bolas de nieve. Donde el estatus no se medía en followers, sino en quién tenía el iglú más cool del vecindario.

Club Penguin fue eso: un ecosistema social sin cinismo, donde aprendimos a negociar, a organizar eventos, a coquetear con emojis y a ahorrar monedas virtuales sin saber que estábamos jugando a ser adultos.

Pero también fue, sin quererlo, una masterclass de emprendimiento digital.

La startup perfecta (antes de saber qué era una startup)

Tres canadienses con más ilusión que presupuesto crearon un juego sencillo: pingüinos, minijuegos y comunidad. En menos de dos años tenían millones de usuarios y una de las tasas de retención más altas de la historia del gaming infantil.

¿El secreto? Entendieron antes que nadie la regla de oro: no vendes un producto, vendes pertenencia.

Los jugadores no entraban a pescar peces o decorar un iglú. Entraban porque sus amigos estaban ahí. Y cuando tu modelo de negocio se basa en comunidad y no en publicidad, lo que tienes no es un juego… es una cultura.

Disney lo vio venir y soltó 350 millones de dólares para comprar el sueño. Y aunque lo llenó de fiestas temáticas, campañas de caridad y membresías premium, algo se perdió: la autenticidad del garaje digital donde todo empezó.

El fin de la nieve (y del Flash también)

Cuando Adobe mató Flash, no solo se apagaron los minijuegos, también se fue una parte de nuestra infancia. Club Penguin cerró en 2017, y con él murió la era en la que internet era ingenuo, creativo y cooperativo.

Fue la primera red social para muchos de nosotros, pero sin toxicidad, sin influencers, sin algoritmos vendiendo ansiedad.

Era el metaverso antes del metaverso, pero hecho con pixeles y buena vibra.

Hoy las startups pagan millones para crear “experiencias inmersivas” o “espacios virtuales de convivencia”. Los de Club Penguin lo hicieron con pingüinos y tres botones.

Lo que nos dejó

Club Penguin no fue solo nostalgia. Fue una lección empresarial accidental:

  • Enseñó que el valor no está en la tecnología, sino en la comunidad.
  • Que la simplicidad bien pensada puede ser más adictiva que cualquier “app disruptiva”.
  • Que la innovación no siempre viene de Silicon Valley, sino de un sótano en Canadá con conexión dial-up.

Y sobre todo, que los negocios que nacen del juego y no del cálculo dejan huella más profunda que cualquier unicornio inflado.

En fin…

Club Penguin nos recordó que el internet también puede ser un lugar bonito.

Uno donde crear, compartir y pertenecer era suficiente.

Uno donde el valor se medía en amistad, no en métricas.

Porque antes de los “pitch decks” y las rondas de inversión, hubo un grupo de pingüinos que sin saberlo fundaron el primer coworking del Ártico.

Y sí, se derritió… pero vaya que nos enseñó a construir.