Duermevela

Escuelas seguras no sólo por un día
Por: Cyntia Moncada
Este 8 de septiembre, todas las escuelas del país llevaron a cabo —al menos en teoría— la Primera Jornada Nacional de Concientización sobre la Gravedad del Abuso Sexual y el Maltrato Infantil. No fue un gesto voluntario de las autoridades educativas ni un acto de buena voluntad institucional. Esta fecha existe porque así lo ordenó una sentencia judicial, dictada como medida de reparación tras los abusos cometidos en 2018 en un jardín de niños de la Ciudad de México.
Lo que parece una jornada simbólica es, en realidad, un recordatorio que en México, la violencia sexual contra las infancias ha sido normalizada, encubierta y silenciada. Se supone que las escuelas son refugio, pero en demasiados casos se han convertido en espacios donde pesa más el silencio que la protección. El silencio de quienes voltean hacia otro lado, de quienes piensan que con cambiar de salón al agresor basta, de quienes creen que el escándalo daña más que la herida.
Las cifras son crudas y reveladoras: cuatro de cada diez delitos sexuales en México afectan a infancias y adolescencias, y se estima que el 95 % de ellos ni siquiera se denuncia. En 2021 se registraron más de 22 mil víctimas de violencia sexual infantil, lo que coloca al país a la cabeza entre los miembros de la OCDE. Y aun cuando se denuncia, la impunidad es la norma: de cada mil casos de abuso sexual infantil, apenas uno termina en una sentencia condenatoria.
Frente a estas cifras, la sentencia que dio origen a la jornada no hace sino evidenciar que el Estado mexicano ha sido omiso en garantizar entornos escolares libres de violencia. Y ahí la docencia juega un papel central. Porque maestras y maestros no son únicamente testigos: son servidoras y servidores públicos con una obligación legal de actuar. El Código Nacional de Procedimientos Penales establece que, en casos de violencia sexual o maltrato, cualquier persona funcionaria que omita denunciar incurre en responsabilidad. El problema es que la información no siempre llega a las aulas. Muchas y muchos docentes carecen de herramientas claras para actuar, no cuentan con capacitación suficiente y, en ocasiones, terminan reproduciendo prejuicios que obstaculizan la protección de las infancias y adolescencias.
Por eso, la jornada no puede reducirse a un acto administrativo o a un póster en la pared. Requiere algo más: formación docente seria, educación sexual integral en las escuelas, protocolos claros y accesibles que no dependan de la voluntad de una directora o de la sensibilidad de un maestro, acompañamiento real para las víctimas y sanciones efectivas para las personas agresoras.
Lo que se juega aquí es la vida. Porque cuando una infancia es violentada no solo se rompe su presente, también se fractura la confianza en quienes debían cuidarla. Y esas heridas, relegadas al terreno de lo privado, no siempre cicatrizan del todo.
Ojalá el 8 de septiembre no se quede como un recordatorio anual, sino que marque el inicio de la transformación de las escuelas en lugares seguros capaces de ofrecer acompañamiento, cuidados y libertad.
Proteger a las niñeces y adolescencias no puede seguir siendo una promesa, sino un derecho garantizado en cada escuela, todos los días.