Con-ciencia y sin corbata
Modo Avión Nacional
Emiliano Calvert
Hay terremotos, huracanes, crisis financieras y hasta finales de Cruz Azul que te ponen el corazón en pausa…
Pero nada, absolutamente nada, paraliza más a México que cuando WhatsApp decide desaparecer 20 minutos.
No importa tu edad, tu puesto, tu nivel de inglés o si tienes certificación Green Belt en mandar correos pasivo-agresivos:
Cuando la app falla, todos quedamos iguales. Humanos. Vulnerables. Sin poderes.
Sin memes.
Sin stickers.
Sin la fotito del garfield cansado que usas para avisar “ando a full, luego te respondo”.
Y empiezan las reacciones en cadena que deberían ser estudiadas por la UNAM:
- La negación:
“Ha de ser mi internet.”
Spoiler: no. Si vives en México, el internet nunca ha sido inocente pero ahora sí.
- La prueba de vida:
Abres Instagram.
Abres Twitter.
Abres Threads, aunque nadie lo usa.
Si nada carga, te resignas. Si todo carga… ya valió madre, sí es WhatsApp.
- La crisis:
“¿Y ahora cómo le aviso a mi jefe que ya voy en camino?”
Spoiler 2: tu jefe ya sabe que no vas en camino.
- Desorden:
Los grupos de trabajo quedan en coma.
El de RH ya no manda memes motivacionales.
El del equipo comercial deja de mandar “¿cómo vamos con ese cierre?”
Y el grupo de Recaudación 2024 queda oficialmente inútil… bueno, más.
- El regreso al pasado:
La gente (esto es real) empieza a marcar por teléfono.
A marcar.
POR. TELÉFONO.
Algo poco visto desde el 2012.
Las oficinas entran en un silencio extraño, como cuando el profesor pasa lista en secundaria.
Y ahí estamos todos, tratando de adivinar si el cliente sí aprobó el proyecto, si tu ligue ya respondió, o si tu mamá mandó el clásico:
“¿DÓNDE ANDAS?”
Ese mensaje que tiene la capacidad de encontrarte sea cual sea la situación.
La verdad
La caída de WhatsApp nos recuerda algo que no aceptamos:
dependemos muchísimo de una app que se cae y nos tumba la vida laboral, social y sentimental en 10 segundos.
No es tecnología.
Es infraestructura emocional.
Es logística nacional.
Es nuestra religión pagana de cada día.
Al final, cada caída de WhatsApp nos aterriza tantito.
Nos recuerda que, aunque vivamos pegados a la pantalla, el mundo no se acaba si un mensaje tarda más de lo normal.
A veces está bien que la conversación se pause, que el pendiente respire, que el jefe no pueda escribir “¿ya casi lo tienes?”.
Y está bien que nosotros también respiremos.
Porque en el fondo, estos mini apagones digitales tienen un encanto raro:
nos regresan cinco minutos de calma que no pedimos… pero que sí necesitábamos.
Y cuando la aplicación vuelve y la vida sigue, queda una idea sencilla dando vueltas:
si algo se cae y todo se detiene, quizá no es tragedia… quizá solo era un recordatorio que el mundo también funciona sin ti contestando en tiempo récord.
