Duermevela

Cyntia Moncada
Apropiarnos del cuerpo
¿Quién nos enseña a sentir? ¿Quién nos explica cómo gestionar esa marabunta que se agolpa en el pecho hasta que estalla? ¿Quién nos dice qué hacer cuando el cuerpo arde, cuando el deseo y el dolor se confunden? Nos enseñaron a sentir poquito, bajito, sin alzar la voz. Nos enseñaron a reprimir el placer, a desconfiar del cuerpo. Nos dijeron que la sexualidad era para complacer, para reproducir, pero no para habitar.
Durante siglos, el patriarcado ha hecho de nuestro erotismo una herramienta para su goce y nuestra domesticación. Por eso, apropiarnos de nuestro erotismo constituye un paso para recuperar el cuerpo como territorio. Es volver a habitarlo desde el deseo propio, no desde la mirada ajena. Audre Lorde lo nombra como fuerza vital: un manantial inagotable para quienes se atreven a explorarlo sin culpa. “Lo erótico —escribe— es una fuente de poder, asentada en un plano profundamente femenino y espiritual.” No se trata solo de sexo, sino de presencia. De estar encarnadas.
Durante mucho tiempo, la experiencia erótica de las mujeres estuvo ausente —o silenciada— en la historia de la literatura. Cuando aparecía, era desde la mirada del deseo masculino: mujeres como objeto, como paisaje, como instrumento. Pocas veces como sujeto que siente, que goza, que decide.
Arrebatar ese espacio del arte en el que el cuerpo se convierte en “espacio de revelaciones” es también una forma de resistencia. En él, la poesía erótica escrita por mujeres se vuelve un sendero: una forma de volver al cuerpo, donde este se nombra desde adentro y se celebra sin culpa.
Lo dice Kyra Galván en un poema que es declaración de existencia y deseo:
“Te diré: soy mujer cedro, mujer angustia,
mujer como trigal, como violeta,
como sandía y tormenta.
Busco una isla para gestar en ella,
para inventarme mi libertad y mi cuerpo
y todos mis movimientos.”
No es casual que estemos tan desconectadas del cuerpo. Nos han enseñado a verlo desde afuera: corregido, domesticado, juzgado. Pero el feminismo también nos ofrece la posibilidad de reaprender. De volver al cuerpo como quien regresa a casa. De hacerlo nuestro.
Una vez, en una charla, una mujer dijo algo que aún me duele: “Hay mujeres que nunca han hecho el amor, porque todos sus encuentros han sido forzados.” Ese es el mundo que estamos intentando cambiar. Uno que, por fortuna, cada vez más juventudes comienzan a habitar con mayor libertad, con cuerpos que se sienten, que se gozan, que se nombran sin miedo. Porque el placer no debería ser un privilegio: es un derecho. El derecho al placer es también el derecho a existir en plenitud.
Apropiarnos del cuerpo no es un destino solitario: es el mapa de una revolución que empieza piel adentro y se extiende entre nosotras.