Camino a Valinor

¿Votar, o no votar?
José Inocencio Aguirre Willars
¡Hola! Muy buenos días, tardes o noches, dependiendo la hora en que me lean.
En la historia democrática de México, pocas veces se ha presentado un momento tan decisivo como el actual: por primera vez se propone que los ministros, magistrados y jueces del Poder Judicial sean electos mediante el voto popular. Esta reforma, impulsada desde la esfera federal, promete acercar al pueblo a una de las instituciones más herméticas y técnicas del Estado mexicano. Sin embargo, detrás de esta propuesta se esconde una amenaza latente: que se abra la puerta a la infiltración de intereses oscuros, ajenos a la legalidad y al bien común.
En lo personal, esta elección me parece una aberración, una elección popular genera, de manera natural, compromisos de los candidatos hacia quienes los apoyen de alguna manera. Tener en un espacio de impartición de justicia a gente comprometida con cualquier persona, movimiento u organización hace que de manera automática sesgue su trabajo a favor de alguien más.
El Poder Judicial no es una institución cualquiera. Es el árbitro final en los conflictos entre ciudadanos y gobierno, el garante de los derechos humanos y la última muralla frente al abuso del poder. Su independencia, imparcialidad y preparación técnica han sido pilares para sostener un Estado de Derecho que, si bien ha sido imperfecto, ha resistido los embates de gobiernos autoritarios, de intereses económicos y, en tiempos recientes, del crimen organizado.
Por ello, la posibilidad que los jueces y magistrados sean elegidos por voto directo implica una responsabilidad mayúscula para la ciudadanía. Esta medida, aunque en apariencia democrática, puede convertirse en un arma de doble filo. Si el electorado no participa activamente, con conciencia y conocimiento, se corre el riesgo que estas posiciones tan delicadas caigan en manos de personajes sin la formación ni la ética requeridas, o peor aún, que respondan a estructuras criminales que han sabido adaptarse y mimetizarse dentro del aparato público.
El crimen organizado no necesita fusiles para controlar instituciones. Le basta con el silencio, el desinterés y la indiferencia de los ciudadanos. En elecciones de bajo perfil, donde la participación es escasa, es más sencillo para estos grupos infiltrar candidatos, financiar campañas o manipular procesos. Ya lo hemos visto en municipios donde el abstencionismo ha sido el caldo de cultivo perfecto para la captura del Estado.
La elección judicial no debe tomarse a la ligera. Implica revisar perfiles, trayectorias, posturas frente a los derechos humanos, a la legalidad y a la transparencia. Implica también exigir a los partidos políticos que no postulen a improvisados o a títeres de intereses fácticos. Pero sobre todo, implica que la ciudadanía comprenda que ir a votar ya no es un acto simbólico, sino una forma concreta de defender su seguridad, su patrimonio y su libertad.
No votar es renunciar al derecho de incidir en el rumbo de la justicia. Es entregar, sin resistencia, una parte fundamental del Estado mexicano a quienes pueden usarla para extorsionar, violentar y someter. Es permitir que la toga se manche con dinero sucio, que el mazo se incline ante la amenaza, y que el tribunal se convierta en una extensión del crimen.
Hoy más que nunca, votar no es sólo un derecho: es un deber moral. No podemos darnos el lujo de la apatía. La justicia está en juego, y su destino puede definirse en una urna. Dejemos claro que en México, el único poder que manda es el del pueblo… y no el del crimen.
Saludos a todas y a todos y por aquí nos vemos la próxima semana.